LA MUJER QUE ROMPÍA COSAS

Ella, a veces, rompía cosas. Al principio eran cosas sin importancia, que pasaban desapercibidas. Ese recuerdo de Benidorm que nadie sabía quién había traído o un vaso rallado de duralex, que se estrellaba desde el borde de la mesa, casi sin querer.

La afición empezó casi de casualidad. Todas las mañanas, mientras Alicia se bebía el café a sorbitos pequeños de pie, en la cocina, lo veía: Ese jarrón feo y desportillado. Nunca había tenido flores y llevaba eones en aquel rincón olvidado de la encimera. Siempre tenía que alargar el brazo mucho, para levantarlo y pasar la bayeta bajo él. Empezó a ser su obsesión. Un día, mientras lo apartaba por enésima vez, se le ocurrió una idea que le cosquilleó las entrañas. Lo iba a romper. Como un autómata, sin pestañear y con un rictus de concentración, lo cogió, lo envolvió en un paño y lo metió dentro de una de esas bolsas de papelera que tanto detestaba. Levantó el brazo derecho, ese que siempre tenía que estirar hasta la luxación, como un estandarte de guerra, cerró los ojos con fuerza y lo dejó caer. Cómo describir el sentimiento liberador que produjo en su pequeño mundo. Un cosquilleo en el estómago, un latir desaforado de los latidos y, sobre todo, la certeza de librarse de un pequeño bulto de su equipaje, tan pesado.

Ahora ya no veía el momento de quedarse sola en casa para romper objetos, y con cada uno que rompía, se volvía más ligera y a la vez más fuerte. Ponía la música alta y rompía platos, ceniceros olvidados, destrozaba camisetas relegadas al fondo de un cajón desde hacía diez años, que esperaban inútilmente que su cuerpo fuera el mismo que antes de que la maternidad y la vida, dejaran huella en él. Nadie en su familia se dio cuenta del gran acontecimiento que se estaba obrando entre esas paredes. Estaban muy ocupados pensando en política, religiones, actualidad… ¿Cómo no podían darse cuenta del milagro? ¿Estaban ciegos?

Fue una noche de insomnio, que se dio cuenta de que estaba rompiendo sólo sus cosas y a nadie le importaban sus cosas. Durante varios días, deambuló triste por la casa. Volviendo al bucle sin fin de coladas, fregadas y barridas. Estaba tan desanimada, que ni siquiera rompía nada. Achacaron su desazón a ciertos días del mes en que las mujeres se ponen taciturnas e incomprensibles. La casa, se volvió a llenar de pertenencias inútiles y del consiguiente trabajo. Cada vez que entraba, le faltaba el aliento, se ahogaba al ver la saturación.

Cierta mañana, mientras los hijos estaban en clase y el marido, trabajando, escucho un estruendo de cristales rotos que le sonó como música celestial. Se asomó para ver de dónde venía el estrépito y observó cómo una señora mayor, echaba con furia botellas en el contenedor verde de reciclaje de vidrios. Su sonrisa y su brillo en las pupilas, la delataban. Alicia no estaba sola en su afán destructivo. En ese momento exacto, se giró, y agarrando la fregona por la parte del mocho, empezó a romper todas las cosas que veía: platos, televisión, muebles, juguetes…Rasgó libros y pateó mesas y cuando lo hubo roto todo, se sentó en medio del caos, como la única superviviente en una batalla. Se sentía libre y salvaje. Recuperó el aliento y se llevó la única pertenencia que, de verdad, valía la pena. Ella misma.

Ya podía comenzar su viaje.

 

 

Una pequeña historia para empezar el lunes de manera menos traumática.

Besos, Petra

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