SUPERPODER

La adolescencia: Esa época tan nefasta e intensa en la que tienes muy pocas neuronas y muchas hormonas. Todo es euforia o drama, sin gama de grises en medio. Luego, con la edad y las vivencias, se cura uno de espanto y relaja la raja.

Siempre me gusta escribir sobre esta etapa, porque en cierto modo fue para mí un punto de inflexión, de no retorno en mi vida. Al contrario que la infancia, donde no había pesadillas y todo era nuevo y puro, la edad del pavo se presentó como un batiburrillo de sentimientos y altibajos donde te hundías en el lodo de la miseria absoluta cuando constatabas que ese efebo con acné y flequillo sobre el ojo por el que bebías los vientos, no tenía constancia de tu existencia, para dar paso inmediatamente después a la alegría supina, al percatarte de que era viernes y día de paga. Lo cual te venía estupendo, porque le tenías echado el ojo a un top estupendo y escueto (dos características sine qua nom que debían tener).

Yo, que ya escribía poemas desde la pre (adolescencia). Al dar el pasito lateral que te convierte de niña en mujer fue como una explosión en todos los sentidos. Física e intelectualmente hablando. Si antes de ser púber mi poesía era prístina, pura y le cantaba a las cosas que me llenaban las vista (los árboles, el verano, el mar…), después de la transformación hice un ejercicio de introspección profunda para quitar los precintos de los cajones nuevos y llenarlos de cuartillas escritas con los sentimientos. Llegaron los dolores nuevos y desgarradores, los suspiros de amor incomprendido y no correspondido, el sufrimiento que no podías y no sabías tratar….

Todo eso, con un aumento considerable de pechotes, ensanchamiento de caderas, vello en sitios insospechados…Pero esa es otra historia. Aunque sí que influyo de manera exponencial en la percepción de cosas que veía en los ojos de los otros. Curioso, muy curioso. Donde antes había indiferencia, o como mucho condescendencia, de buenas a primera me convertí en objeto de atenciones que me escamaban más que otra cosa. Y con la mosca detrás de la oreja, escribía. Escribía sobre los cuerpos, sobre las miradas, sobre el amor que aún no conocía y sobre el desamor que irremediablemente llegaría.

Escondido mis escritos, maceraban. Me avergonzaba de manera absurda que algún día vieran la luz. Era algo impensable. Y, bajo el auspicio de la noche, llenaba cuadernos de versos sin parar. Era una cosa digna de ver, como la persona insignificante y pequeña que siempre pasaba desapercibida, se convertía en otra con la fuerza de una leona, de manera extracorpórea. Un secreto mío, solo mío, que me llenaba de un orgullo casi como de madre pubescente. Porque lo sabía. Sabía, en el fondo de mi ser, que al fin se me había concedido algo por lo que merecía la pena todo. Todos los desmanes, todas los azotes y los hostigamientos. Con ese don, combatiría Toda la podredumbre que empezaba a intuir que había en este mundo. Había encontrado mi báculo: La poesía. Escribir sería mi superpoder.

 

Hay proyectos interesantes y satisfactorios en el futuro, que siempre es incierto…

Os iré contando.

Besos, Petra

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