SIMBIONTE

Después de repasar un montón de post antiguos para, confiando en vuestra pérdida de memoria, poder repetir alguno; he decidido que os merecéis mi honestidad y me he dispuesto a escribir uno nuevo y lozano como esta primavera que nos llega casi sin darnos cuenta. (Ya nos quejaremos del calor, tranquilos)

Y como a cuenta de la estación que la sangre altera y los estornudos supinos que conlleva, tengo el olfato más perdido que el barco del arroz, me vienen a la memoria olores de mi infancia y hay uno que prevalece por encima de los demás: el olor a tierra mojada por la lluvia. Aquellas tardes de otoño, cuando caía la tormenta, pero aún hacía calor. Y tú, con la novedad de las cosas que aún no tenían nombre, sentías la electricidad en el ambiente y te llenabas los ojos con un cielo límpido y tocabas los troncos ásperos y mojados al pasar. Las manos se hundían en el barro que salía entre los dedos. ¡Y qué bien olía!

Los escritores (no me acostumbro a autodenominarme así) que tenemos memoria selectiva y, en mi caso, lagunas de memoria a corto plazo, ostentamos una percepción casi física de los acontecimientos de nuestra niñez. Los recuerdos están llenos de olores, de texturas, de sentidos…Es como si la infancia llegara y nos tocara con toda la fuerza de ese momento de una manera extrasensorial. Nuestra imaginación es tan vívida que a veces no sabemos diferenciar la realidad de lo que no lo es. Tenemos la “capacidad” de transmitir en palabras un lenguaje onírico, de hilar historias para darles un sentido y una sustancia para disfrute del prójimo. Esto no es un alegato de ensalzamiento de las virtudes literarias, ni mías ni de nadie. Es intentar explicar la responsabilidad y la obligación tan necesaria que hay en esta era sin lírica, de contar cuentos, de escribir cuentos y regalarlos al mundo sin pedir nada a cambio. Un escritor de verdad, no querrá laureles ni glorias que no merezca, ni será el acento de nada, puesto que es un mero instrumento. Su obra, si lo merece, es la que contará su historia y no al revés. Relatar se convierte para nosotros en una experiencia casi mística, como nos transportáramos ipso facto a un bosque, un océano, una estrella fugaz o un palacio e intentáramos atrapar en nuestro puño, que es una página en blanco, el TODO sin que el corazón henchido, explotara en mil pedazos. Tan necesarias son las narraciones que me angustian sobremanera las gentes infames y llenas de paja que critican la palabra, la maltratan, la pisotean con saña y la subyugan a su conveniencia cuando es lo más valioso que tenemos y debemos cuidarla como un don. Hay quien se dedica a agasajarla de una manera demasiado hipócrita y empalagosa. Y no, no van por ahí los tiros. La palabra es la pureza, es la hechicera, el oráculo…No quiere que la alabes, ni que la cubras de falsos velos y oropeles. Es la victima que se inmola y se pliega a tus deseos con fervor. El escritor trabaja en simbiosis con ella, no trata de ser un parásito, si no que ella te dé su magia y tú la trates con el respeto que se merece.

¿Cómo lleváis la resaca del puente? Yo feliz de la vida; ya sabéis lo que me gusta un lunes…

Besos, Petra

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