Tengo un sumiso como asistente personal. Contesta los correos por mí, me hace los recados y hasta lo puedo usar de bandeja para apoyar la taza de ardiente té, mientras saboreo las líneas de un buen libro. Todo a cambio de un poco de mano dura. Es, digamos, una simbiosis bien avenida. Le llamo “mi secretaria” cuando le pongo mis pantis y esa falda de tubo que tanto le gusta lucir.
A veces lo he llevado a alguna presentación. Suelo llegar muy tarde, casi cuando el auditorio mirando el reloj impaciente, está a punto de marcharse. No se van. Cuando me ven cruzar el umbral, toda la espera, todos los desmanes, quedan redimidos. El silencio se instala en el graderío como una catarsis.
Mi andar es cadencioso y rutilante hasta el escenario. Sólo el crujir de mi traje de cuero rompe, de manera precisa, el silencio a cada paso que doy. El sonido de mis botas queda enmudecido por la alfombra color rojo oscuro que, al amortiguar el taconeo, pareciera flotar mi persona sobre un mar de sangre fresca.
La frente altiva y el gesto adusto. Delante de mí, me precede mi sumiso como un gran mastín lampiño y humanoide. Va en cuadrupedia, lo llevo atado del cuello con una cadena de grandes eslabones plateados que se enredan en mi antebrazo. La cabeza cubierta con una máscara negra de piel al igual que las vergüenzas. Esa es toda la indumentaria. A veces se adelanta más de lo debido y rompe por un segundo la cadencia precisa y yo, como castigo, pego un tirón que le hace retroceder de inmediato y, a través de la capucha, se oye un suspiro contenido de placer.
Siento las miradas anhelantes, los sollozos contenidos, el calor de los cuerpos y hasta los vellos que se erizan a mi pasar. Nada de eso me conmueve. Voy, como una novia orgullosa y oscura hacía el altar donde nadie me espera. Al subir la gran escalinata, suelto el amarre y la cadena cae al suelo con un gran ruido seco. Una sola mirada basta, un pequeño gesto de la cabeza, y mi perro se enrosca en un rincón, obediente y dócil.
Me acerco hasta él, seduciéndolo, dominándolo con mi presencia. “Buen chico”, le digo mientras palmeo suavemente su testa. Paso mis dedos por su espalda, recorren sutilmente el espinazo y se impregnan del fresco sudor. Llevo las yemas a mi boca y saboreo el salado elixir. Me agacho para acercarme a su oído y mi traje vuelve a quejarse rechinante. Le susurro las prebendas que están por venir, los secretos oscuros y perversos que le gusta oír. El público, expectante y enmudecido, afina el oído para captar alguna palabra al azar, pero todo lo que le llega es el sonido sibilante y aterciopelado de mi voz como una brisa nocturna.
Antes de darme la vuelta, la mirada del perro empieza a enturbiarse, brillan de ardor las pupilas y, en el último instante, una lágrima solitaria rueda por encima de la máscara como un arroyo cristalino abriéndose paso en un erial.
Sonrío y me acerco al atril. La noche es joven y el sueño de la razón produce monstruos.
Llegan buenas nuevas que estoy loquita por contaros pero yo, como Mario Vaquerizo, no cuento nada hasta que no salga que si no, se gafa.
Besos, Petra