Le gustaba cazar solo. Tenía una especie de radar o sentido interno que le decía por donde andaban los animales, en que arroyo bebían y donde descansaban. La caza para él era algo místico que se debía hacer en solitario para hacerse uno con el entorno y entrar en comunión con el animal en una especie de catarsis. Por eso nunca había ido de montería. No le gustaba entablar conversación con otros cazadores. Tener que aparentar, sonreír, admirarse ante el último juguetito o alabar los patéticos logros…..Dios, solo con pensarlo se agotaba. Siempre había mantenido de hecho, su actividad con discreción, para no tener que excusarse de rechazar invitaciones y de sus métodos nada convencionales. Además, le molestaba la algarabía y el tono de jolgorio con que se vivía una jornada de cacería. Los agudos ladridos de los podencos le taladraban los oídos y las risas, las comilonas, los equipamientos costosos….Todo ello le llevaba a pensar que para estos señoritos de cortijo era un acto más de supremacía y poder y que todo lo hacían por mantener un estatus; porque podían. No tenían respeto por nada. Ni por el animal, ni por el monte, ni por otro ser humano siquiera.
Todo esto se le pasaba por la cabeza en el puesto que se había construido a la sombra de una encima. El calor no le molestaba pero no quería achicharrase con el sol. Levantó la cabeza, cerró los ojos y olisqueo el aire. Si, Estaba cerca. Enfocó los prismáticos hacía la cañada donde corría un pequeño arroyo. El macho iba a beber y buscar las hembras de su pequeño harén para montarlas. Era un macho grande y altivo para ser un corzo. Media casi un metro en la cruz y calculaba que podía pesar unos treinta kilos. El pelaje de verano era de un color entre pardo y rojizo, como un bosque otoñal. Las cuernas, pequeñas y enhiestas le habían valido la categoría de semental al disuadir a sus competidores violentamente. Esta vez, el arroyo estaba desierto. Los corzos, más activos al anochecer y amanecer, pasaban el día descansando. Por eso él había ido al mediodía. Quería ver donde se escondían en las horas centrales del día, ver cuando y donde eran más vulnerables al estar más relajados. Desde su posición abarcaba bastante. Podía ver el pueblo a lo lejos, blanco y centelleante como un trozo de hueso de la tierra misma, podía ver los campos de trigo haciendo un damero a medio segar; más abajo pero por encima de la cañada, un molino de harina medio derruido y cubierto de matas, en desuso desde hacía más de un siglo, permanecía estoico como un baluarte de otros tiempos. De pronto lo vio. Un destello blanco que doblaba la esquina. Expectante y curioso, esperó unos segundos, cuando apareció por el otro lado de la construcción. Una chica. Daba vueltas alrededor del molino y sobre si misma mirando con nerviosismo hacia todos lados. Era alta y delgada. El pelo rubio y largo ondeaba a su espalda y el vestido suelto y corto, dejaba ver unas piernas largas y elásticas. Sus movimientos eran de una gracia natural a pesar de denotar cierta tensión. Una vez acabado el extraño ritual, se puso a cuatro patas para entrar por un agujero que había en la puerta. Laureano bajó los prismáticos con el ceño fruncido. Como había ido al monte solo de expedición, no llevaba rifle ni munición. Solo los prismáticos y una pequeño morral con agua, algo de comer y una pequeña navaja Opinel. Más por la singularidad del hecho que porque pensara que la mujer podía estar en aprietos; decidió bajar a ver qué ocurría. Se puso de pie en toda su estatura, pasaba del metro ochentaycinco, se sacudió el pantalón de tierra y ramitas, se colgó el morral y empezó a bajar hacia el molino. Tardó unos 10 minutos en cubrir el kilómetro escaso que los separaba. Cuando se iba acercando intentó no hacer ruido. Su andar se volvió más avezado por la inercia de cazador. Asomó un ojo por un ventanuco y vio a la chica de lado, mirando como hipnotizada una gran piedra de amolar apoyada en la pared. Los brazos caían laxos a los lados, la cabeza ladeada y la expresión soñadora en cierto modo pero con una pequeña arruga de concentración en la frente, le conferían una apariencia extraña. De pronto dio un respingo como si se acordara de algo importante y comenzó a caminar hacia atrás sin despegar los ojos de la piedra. Momento que Laureano aprovechó para pegar en la puerta y preguntar si todo iba bien, tras haberse asegurado de que estaba sola y no había peligro aparente. Justo cuando alzaba el puño para tocar la puerta suavemente, un dolor en su espinilla derecha le hizo mirar hacia abajo. Se encontró una cara en forma de corazón, de huesos frágiles y pómulos marcados. La boca era pequeña, en contraste con los grandes ojos pardos de largas pestañas. Los labios formaron una “o” de sorpresa antes de ponerse pálida y sus brazos empezar a flojear. La agarró un instante antes de que su cara diera con la tierra. Delicadamente, la asió por debajo de los brazos y sacó el liviano e inerte cuerpo por el agujero hasta dejarla tumbada bajo su sombra.
Espero que os guste el capitulo presentado hoy. Al final hasta le cogeréis cariño a Teté y… a Laureno.
Besos, Petra